Fragmento del cuento El Espejo, publicado en el volumen 12 de la Revista Literaria Digital MC
"...Me levanto y voy de nuevo al baño. El espejo está ahí, esperando que yo entre para devolverme una imagen. Cualquier imagen. La verdadera, la que no existe. La que yo quiero ver. Me acerco e intento identificar mi rostro. Solo veo una mancha gris, grande. Más grande que el tamaño de toda mi cabeza. Si me alejo, se achica. Si me acerco, se agranda. Pestañeo varias veces. Cierro los ojos. Aprieto los párpados, pero no consigo identificar el reflejo de mi rostro. Por un momento pienso que seguramente es asunto del espejo. Es posible que esté empañado o sucio. Decido pasar la palma de mi mano por la superficie para ver si se aclara, pero no lo consigo. Sigo viendo una mancha que se mueve y nada más. Esa mancha soy yo, me digo. Una sombra sin cara, sin ojos, sin nada. Tomo una toalla y limpio la superficie del espejo con mucha fuerza. Creo que después de ello, conseguiré mirarme. La restriego duramente, pero sigo siendo un bulto gris que se mueve..."
Fragmento del cuento "Los sueños", publicado en el No. 11 de la Revista Digital Literaria Máquina Combinatoria
"...Despierto violentamente gritando el nombre de mi hermana. Transpiro. La ansiedad del sueño perdura a pesar de haber despertado. Pienso aceleradamente en la multitud aterradora que nunca advirtió mi presencia, en esa antigua vivienda de madera. En los cuartos fétidos. En la suciedad. En el patio. En la basura amontonada. En el terror de esa grada macabra que ofrece una salida incierta y a la vez, un riesgo como de muerte. Me levanto. Otra vez siento la boca seca. Miro alrededor, todo está bien. Es mi cama, es mi cuarto, es mi casa. Regresé..."
Extracto del cuento: Las gemelas. Publicado en la Revista Literaria Digital Máquina Combinatoria 10
...El asiento contiguo sigue vacío y el paisaje que veo por la ventana se nubla, el interior del autobús se oscurece y siento la sensación de que mi espíritu se tiñe de luto. No es porque esté cerca la noche, sino porque aparecen nubes pardas que bloquean el acceso de los rayos de sol. Cuando era pequeña, imaginaba que las nubes grises eran monstruos enormes, mutantes, que amenazaban con tempestades que propiciaban la aparición de los espantos. Va a llover y veo a lo lejos el destello de los relámpagos, a los que les siguen siempre esos truenos aterradores y espeluznantes. Así fue como los grabé en mi memoria, cuando a los siete años viví la tormenta eléctrica más pavorosa que yo pueda recordar. Esa noche, me metí en la cama de mis padres, no dormí ni un minuto porque pensaba que, en cualquier momento, un rayo partiría la casa y nos quemaríamos todos, retorciéndonos en medio del fuego y sin ninguna misericordia de Dios...
Extracto del cuento: La libélula. Publicado en la Revista Literaria Digital, Máquina Combinatoria 9
...Abandono definitivamente el espejo y entro a una pequeña habitación. Hay un lecho angosto junto a un armario despostillado, tiene un cajón a medio abrir con ropa de mujer. Al otro lado, una mesa coja arrimada a la pared, a la que le falta la mitad una pata. Me acerco y veo encima de ésta, algunos textos antiguos de escuela que amenazan con caerse. Huele a un hedor caliente, a rancio. Veo un bulto tendido en la cama. Tiene la forma de un cuerpo humano. Se nota que está boca arriba. No se mueve. Le cubre una manta de color oscuro que incluso le tapa el rostro pero tampoco me asusta, tal vez solo alguien duerme. La habitación apesta a humedad, a piel sudada, a algo así como al olor del pelo mojado de un perro. Debe ser la cobija, me digo...
El Gitano. Cuento publicado en la Revista Digital Máquina Combinatoria 8.
De las tres bancas de madera que estaban empotradas frente al muelle, la del medio era la preferida del muchacho porque tenía el mejor ángulo para observar. Desde ahí miraba todas las tardes, el regreso de las embarcaciones que volvían del mar. El mar enorme, fortísimo, omnipotente como un dios que abarca a millones de seres reales o tal vez imaginarios para proveerles de vida, pero también todopoderoso para destruir, para ahogar y devastar a quien quisiere.
El ocaso era la hora del anclaje y a Lorenzo le gustaba ver los botes y fantasear sobre las historias que quizá se vivieron durante el día, en el interior de cada uno. Pensaba en las aventuras y en los pormenores, en los detalles de las hazañas y en los posibles contratiempos experimentados al navegar sobre aguas versátiles e inciertas. Gente con vidas diferentes, unos con deseos ocultos, grises; otros con lamentos que quizás languidecían. Algunos con esperanzas fatigadas que tal vez se perderán. Mentiras gratuitas y verdades encubiertas burbujeando dentro de los corazones. Angustias que entorpecen el misterio de la dicha. Racimos de emociones humanas confundidas con el olor jadeante que produce el movimiento del mar.
Le inquietaba una embarcación en especial. Era un yate pequeño pero algo lujoso, especialmente por la madera lacada y brillosa que, al combinar con vidrio oscuro, le daba un gusto especial de elegancia. El que parecía ser el dueño era un hombre blanco, un poco canoso, pero bastante bronceado por el sol. Pasaba una mediana edad. Tenía una barba corta pero espesa. Le gustaba vestir de blanco y arremangar sus camisas y a Lorenzo le parecía un ser pulcro, recto y estricto con su propio trabajo. Ya casi lo admiraba.
El hombre se había percatado de que, cada tarde, cuando llegada con su pequeño grupo de gente, estaba un muchacho sentado, mirándolo. Había pensado que tal vez trabajaba por ahí cerca y que esa debía ser su hora de salida o de descanso, pero lo vio tantas veces en tantas tardes que cedió a la tentación de acercarse y preguntarle algo, cualquier cosa. Así que, en una puesta de sol, mientras envolvía un cabo de soga entre su mano y el codo, caminó hacia él y le dijo:
-Hola, muchacho –el chico escuchó una voz gruesa que parecía autoritaria, pero que le agradó- He observado que estas aquí todas las tardes, a la misma hora y siempre en esa banca. ¿A qué te dedicas? ¿Cómo te llamas?
-Hola, señor. Me llamo Lorenzo. Y sí, me gusta sentarme a mirar la llegada de las embarcaciones.
- ¿Y cuántos años tienes? ¿Estudias? ¿Trabajas? ¿Vives cerca?
-Tengo dieciséis y por ahora no estudio. Reparto los periódicos matutinos en la ciudad. No vivo tan cerca. O bueno, será como a dos kilómetros de acá, en la casa de una tía. Pero después de terminar el reparto, vengo a visitar a mi madre que está en un albergue aquí a la vuelta. Luego, me siento aquí. Es como una rutina, ¿sabe? Me gustan las embarcaciones y el mar y me gusta soñar mientras miro.
El hombre percibió que estaba frente a un alma sedienta de algo, a un cuerpo joven que escondía miedo y desazón, a un ser embebido de una nostalgia desconocida incluso para él mismo, y de un raro quebranto repleto de soledad. Sintió en la abismal mirada del joven, un vacío que tal vez no se colmaría ni con todo el contenido de ese mar que, se notaba a leguas que le causaba algún tipo de extraña fascinación.
- ¿Qué tiene tu madre? ¿Por qué está en el albergue? Me imagino que será en el Instituto Santa Fe, que es el que está al doblar la esquina, ¿verdad?
- Sí, en ese mismo. Mmmm… A ver cómo le explico, señor. Ella está muy cansada y algo enferma, hay gente que dice que está medio loca pero…
- De acuerdo, Lorenzo. Otro día me lo contarás. Yo me llamo Sergio y soy el dueño de El Gitano, el yatecito del que me ves bajar las tardes con toda esa gente. Ellos son turistas y mi negocio es llevarlos a pasear en la embarcación.
Bordeamos otras playas, a veces vemos ballenas y la belleza del atardecer. Tengo un bar en la embarcación y servicio de comida. A la gente que viene de fuera, le gusta. La chica trigueña que siempre llega conmigo, se llama Lina y me ayuda con los alimentos, con las compras. Además los dos muchachos, Pedro y Juanca, que también me acompañan, sirven, atienden y hasta hacen limpieza, pero he estado pensando en contratar a alguien más para eso, en especial para lavar la vajilla y otras labores similares. ¿Te gustaría ayudarme?
- ¿Yo? –dijo el muchacho sacando hacia afuera los globos oculares de sus tristes ojos y moviéndose nervioso sobre la banca.
- Sí, tú. Creo que podrías ganar mucho más que repartiendo periódicos. Todo está en que te acomodes al horario. Salimos todos los días, menos el lunes, a las diez de la mañana, con los grupos de las personas que se han registrado la víspera, en la oficina de correo del centro y han comprado su pase, ahí me ayudan con eso. Y regresamos, ya tú sabes, a las seis, seis y media de la tarde, antes de que oscurezca. Trabajamos solo en el verano y con eso es suficiente. La gente extranjera paga bien por este tipo de distracción. ¿Qué dices?
-Me encantaría, señor. –sonrió el muchacho mostrando casi todos sus dientes-
-Dime Sergio.
-Sergio, tengo que contarle a mi madre, pues ya no podría ir a verla a medio día, sino en la noche. Debo preguntar si a esa hora me dejarán entrar al albergue.
-Tómate tu tiempo, muchacho. Me avisas cuando tengas resuelto todo eso, sabes dónde encontrarme. Por lo pronto, ¿te gustaría conocer la embarcación?
Lorenzo nunca había sentido tanta felicidad junta y ésta le anegaba el cerebro, el pecho y las entrañas. Era como si, de pronto, estuviera frente a un portón abierto por el que cruzaría a una nueva e intrigante dimensión.
El chico se levantó y caminó junto al hombre a quién acababa de conocer. Sergio le mostró la entrada y mientras recorría el yate, Lorenzo sentía estrepitosas palpitaciones y la respiración entrecortada por tantas emociones juntas. La saliva se le pegaba al paladar y tenía que empujarla con la lengua para poder tragarla. Miraba todo con muchísima atención y curiosidad y sentía que deseaba quedarse para siempre.
- ¿Desde cuándo puedo empezar a trabajar? Usted solo dígame lo que tengo que hacer y yo hago eso y mucho más.
Sergio rió.
-Desde mañana mismo, si quieres. Ve primero a ver a tu madre y te espero aquí a las diez de la mañana. Lina, te enseñará poco a poco, lo que tienes que hacer.
Fue así y Lorenzo aprendió pronto. Se adaptó enseguida. Tenía una enorme predisposición, le ponía ganas y empeño a todo. Perfeccionista y afanoso.
Su madre, Estela, una mujer que sentía que su alma estaba desnuda de la vida porque se le había muerto ya el tiempo de sus horas, se alegró al ver a su hijo tan feliz, pero le pidió que no le hablara de ella al buen hombre que lo había ayudado, que no mencionara su nombre pues prefería pasar desapercibida, no quería que fuera a pensar que era hijo de una demente. Lorenzo empezó a visitarle cada noche. Le contaba con lujo de detalles todo lo vivido, aprendido y experimentado en el día. Describía meticulosamente a los extranjeros, le explicaba cómo era cada uno de los turistas, cómo estaban vestidos, si habían ido solos o con familia, todo. Comía muy bien y hasta una tarde, después de anclar, se había tomado una cerveza con Sergio y le había confesado que quisiera reencarnar en una gaviota por la hermosa vida que podría tener. La mujer percibía que el goteo diario de su tristeza se volvía más lento y espaciado. Estela, tenía un solo deseo para la última etapa de su vida, conseguir el éxito de un plan bien ejecutado y morir en paz en el albergue cercano al muelle.
El verano se acercaba a su fin y el muchacho tenía miedo de que este sueño hecho realidad, pudiera terminar. Navegar, aunque fuera por pocas horas, se había convertido en su nueva razón para vivir.
Los días pasaron y empezaron las primeras lloviznas. Sergio pidió a sus colaboradores de la oficina de correo del centro, que suspendan las ventas de boletos para navegar en El Gitano. Lorenzo, aterrado, con miedo, con tristeza y con los ojos inyectados de angustia, le pidió que, por favor, le permitiera salir una vez más. Sin turistas, solo los dos. No sería un viaje de trabajo sino de camaradería, de un merecido paseo. Lorenzo ofreció que, en esta salida, le contaría todo acerca de la situación de su madre a pesar de que ella se lo prohibió. Le diría que ella se cansó de vivir, que su único motivo para continuar, era él. Que fue una mujer luchadora y que cuando su hijo nació, lo sacó adelante sola. Que Lorenzo jamás conoció a su padre y que ella trabajó para darle educación, techo y alimento, hasta que se jubiló y con ese ingreso consiguió pagar el albergue donde ahora se encontraba pero que no estaba loca, ni demente, ni nada, que eran solo habladurías y que la hermana de su progenitora, ofreció hacerse cargo de Lorenzo. Que ese año, la tía no había podido pagar la matrícula para sus estudios, pero que había ofrecido que el siguiente ya podrá, siempre y cuando el negocio de la venta de fruta, mejore.
Sergio, aceptó y partieron un sábado por la mañana. Solos. La embarcación se alejó, pero aquella tarde de lluvia, no retornó al muelle. Ni el domingo, ni el lunes. Se organizaron operaciones de búsqueda con los grupos de rescate, pero no se halló rastro alguno, ni de El Gitano, ni de ellos. El combustible de un yate como ese, no alcanzaba para que hubieran podido llegar a otro puerto distante. No se supo más del muchacho ni del hombre, ni se entendió lo que ocurrió.
Una tarde de la siguiente semana, Estela, con los ojos inflamados y adoloridos y con los pómulos hinchados, pidió que la llevaran, por un momento, al muelle que estaba al voltear la esquina. Se sentó en la banquita del medio; justo en la que Lorenzo se sentaba cada tarde para mirar la llegada de las embarcaciones. La tarde estaba fría, el viento helado le golpeaba el rostro con crueldad.
La madre suspiraba repetidamente entre sus lágrimas secas.
Finalmente, Lorenzo y Sergio se habían conocido.
Se habían unido.
El linaje los había juntado.
El plan de Estela había funcionado.
El albergue cerca del muelle al que sabía que Sergio llegaba cada tarde, fue el preciso. La afición heredada de su hijo por las embarcaciones y por el mar, ayudó mucho. El encuentro fue inminente como ella lo ideó. Pero de pronto, a la mujer le inundó el espanto de constatar la existencia de lo que no se puede manejar, de lo que no se logra controlar, el infame capricho de algún ser inmortal. Entonces, ella emitió un alarido negro que oscureció de horror el muelle. Un quejido tétrico, angustioso. El mar respondió con un rugido infausto. Vomitó una espuma envenenada y espesa que se estrelló contra el muelle. Las aguas se dilataron como el líquido de una vil matriz que confesó satisfecha, la atadura perpetua de un lazo de sangre asesino y mordaz.
María Dolores Cabrera.
Siempre de azul. Cuento publicado en el No. 7 de la Revista Literaria Digital Máquina Combinatoria
Un balcón estrecho y enrejado. Una silla mecedora que casi nunca está quieta. Un paisaje en el que veo, detrás de un caserío muerto con paredes saturadas de grafitis y viviendas miserables, un pequeño bosque de árboles con troncos delgados y altos que mecen sus hojas como evitando acariciar las nubes para no dañarlas. Sin embargo, me parece que éstas, se mueven despacio y las esquivan. Se asemeja a un juego lento y aburrido, pero juego al fin. Una corriente de aire me levanta el cabello que ya casi me cubre el final del cuello. Aquí me han dicho que, si deseara cortármelo, lo harían con un muy buen peluquero al que llaman y viene al establecimiento. Pero les digo que no, que quiero tenerlo así, algo largo para que el viento lo mueva un poco cuando estoy en el balcón. Eso me gusta, pero además, para que no miren la cicatriz de mi cuello y no especulen.
Me dicen reiteradamente que, si deseo, puedo bajar al patio, que el sol me hará bien. Ahí hay bancas y caminitos de azulejos de color naranja que forman senderos en el centro del jardín. Pero prefiero mi balcón porque aquí estoy solo y no me agrada la gente con la que tengo que tratar abajo. Son desagradables, cada uno con una historia más patética que otra. Sin embargo, todos tenemos igual vestimenta de color marrón pálido. Parecen sombras de mí mismo, moviéndose, caminando sin sentido, sin un objetivo concreto que los conduzca a alguna parte, como si estuvieran dentro de un laberinto cuyo único propósito fuera ir y volver. Parece como si solo quisieran tocarse unos con otros, sentir un brazo ajeno al pasar. Un ser topando a otro como si fuera casualidad, como si ese roce fuera imprevisto, accidental, para entonces pasar de largo y luego regresar por el mismo camino y volverlo a topar sin mirar siquiera la cara, ni los ojos del otro ser, de ese doble que pasa cerca y cuyo calor de piel humana se puede sentir. Aquí todos somos entes, almas refugiadas, aisladas de un mundo absurdo, torpe y conflictivo, confuso y errado.
Confieso que de vez en cuando, he bajado. Realmente lo he hecho muy pocas veces desde que llegué a este lugar. No sé si de aquello son ya unos nueve meses. ¿Diez? Prefiero no llevar la cuenta y no preguntar. Evito salir al jardín, excepto cuando siento que necesito caminar, mover un poco las piernas porque las siento ya amortiguadas y entumecidas, pero los miro y me invade un miedo que me produce náuseas, entonces regreso súbitamente al refugio de mi cuarto.
Pero ahora, no lo haré, me quedaré en esta habitación que se ha convertido en mi único mundo, en mi única realidad. Aquí no escucho ruido y eso es bueno, muy bueno porque cuando salgo, no suelo soportar que alguien grite, no resisto los alaridos, ni los llantos, ni las crisis de histeria porque mi locura se despierta y dispara mi deseo de volver a apretar los dedos de mis manos sobre una garganta humana.
Me levanto de la silla mecedora y entro al cuarto. Paso frente a mi lecho y tomo la historia clínica que cuelga de una agarradera al pie de la cama. Hacer esto se ha convertido ya en un acto mecánico para mí, en una obsesión, en una costumbre rutinaria que no tiene razón de ser pero que es. La tomo una vez más y la leo de nuevo. Lo hago tres o cuatro veces en el día. Dice: “Nombres: Julián Augusto. Apellidos: Páez Cárdenas. Edad: 55 años. Estado civil: Divorciado”. Continúo repitiendo uno a uno los números que conforman mi cédula de identidad y después sigo: “Diagnóstico: TMG, con brotes psicóticos, manifestaciones de existencia de trastorno bipolar, depresión severa y rasgos esquizoides”. Me río.
He preguntado muchas veces qué es TMG y el mismo número de veces, me han respondido que esas siglas significan: “Trastorno Mental Grave”, pero no logro asimilar la razón, el motivo, el principio o el fin de la existencia de esos monstruos, demonios o engendros malignos que viven en los cerebros de las personas como yo, degustando de nuestra masa encefálica. Cierro la carpeta de plástico y me siento en la cama. Abro el cajón del velador de madera y saco el cuaderno de cien hojas (no es lo mismo hojas que páginas) que aún está incompleto y mi lápiz, los únicos objetos que ahora amo y amaré mientras viva. Tengo otros dos iguales que ya están llenos y que permanecen guardados en la puerta inferior del velador. Me levanto y salgo de nuevo al balcón enrejado. Me siento en la silla y comienzo a escribir. Página setenta y dos, las enumero siempre a todas y prosigo con la escritura que no para, que se plasma en ideas que me nacen en la mente como las burbujas del agua cuando está en ebullición, el hervor me desciende por los brazos y al llegar a las manos, se abren paso por los dedos, se filtran por el lápiz y se riegan, se incrustan en el papel como letras que se enlazan, quedan fijas y me miran. Yo las veo e idolatro.
Esta vez, es el cuento del momento en el balcón. Solo eso.
“Un cuento sin principio, sin desenlace y sin final. Un cuento ubicado en un momento que no pasa, que es estático, inamovible. Incrustado en medio de un instante quieto donde el silencio y el sonido, son la única razón de existir. La lucha. La batalla más ardiente y la más gélida. Yo ahí, etéreo e irreal, aliado del silencio mientras el mundo se aferra al sonido, a las voces mudas que gritan, a los alaridos fuertes que se ahogan, a la bulla sorda que hace la gente al caminar, a los estrepitosos pasos estancados que no avanzan pero que suenan inmundos y crueles, estruendosos de prosperar sin tiempo, sin camino para andar.
El odio se cristaliza. Se triza como caramelo y amenaza con estallar, con dividirse en cien pedazos. El odio por el ruido me lastima con sus bordes puntiagudos. Ya no quiero en mi cabeza los susurros, ni los truenos, ni los ecos. Ya no quiero escuchar nada en el aire del desierto, ya no quiero oír las quejas sumergiéndose en el mar.
Quiero fusionarme en el silencio que circunda las estrellas, compactarme en el mutismo de la nada, reposar en la afonía del abismo”
De pronto, hace un poco más de frío y veo entre los barrotes, a las hojas de los árboles que se agitan por un viento inesperado que me alerta, me previene acerca de la presencia de alguien.
Ya viene, me dice la brisa y suspendo lo que escribo. Entra Magdalena con uniforme azul y zapatos de goma. Trae un vaso con un agua amarillenta, tibia y semi dulce y un frasco de vidrio lleno de píldoras. Pone todo sobre la mesa de noche y luego, se acerca lentamente hasta el balcón bordeado de rejas para decirme con voz angelical:
-Don Julián, es la hora del té y la medicina.
Yo la miro tan agraciada, tan vulnerable. Se parece a Irene cuando era joven. Ella, mi ex mujer, tenía una mirada similar, esa mirada cruelmente bondadosa de quien brinda al desvalido, cuidado y caridad.
Obediente, me levanto de la mecedora y la muchacha me extiende la mano. Le entrego mi cuaderno y entro con ella. Magdalena lo guarda en el cajón del velador.
-Escribe tanto, Don Julián que ya va a tener suficiente material para publicar un libro
- ¿Usted lo cree, bonita?
-Sí, claro. Pero algún día me va a leer o al menos me va a contar qué tanto es lo que anota en esas páginas, ¿verdad?
Yo sonrío halagado de que alguien se interese en lo que hago.
-Solo escribo acerca de lo que lo que se siente en medio de los instantes infinitos. ¿Usted sabe, Magdalena, que existen instantes infinitos?
-No. No me imagino porque si son solo instantes ¿cómo pueden ser infinitos?
-Pues porque el tiempo no existe, linda.
No me hace caso.
-Bueno. A ver, tómese la medicina y dígame si desea salir por un rato a la sala de televisión.
-No. No, ahí están los locos -La mujer de azul ríe- ¿Usted sabe que se parece a Irene?
-Sí. Me ha dicho eso muchas veces, Don Julián.
- ¿Y que a pesar de todo lo ocurrido, es con su dinero con el que se paga este costoso lugar?
-Sí, Don Julián.
-Además, preciosa, usted está al tanto de que odio el ruido, ¿no es así?
-Así es –dice mientras arregla las sábanas y retira el cubre cama para que me acueste- En una media hora le traigo la cena.
La observo mientras acomodo un mechón de mi pelo largo. Con él, cubro la cicatriz que dejó en la base de mi cuello, el horrendo rasguño con el que Irene intentó defenderse.
Una tarde más, una noche más. Habrá un amanecer más, un día más pero no habrá una vida más.
Espero que la chica de azul, siempre de azul, salga y cierre la puerta por fuera. Entonces, saco nuevamente el cuaderno del cajón del velador. Ya no es la hora de escribir. Es la hora de leer y con ésta, son exactamente cuatrocientas setenta y dos veces que lo hago:
“Un cuento sin principio, sin desenlace y sin final…”
Lo escribí por primera vez, en la primera página de mi primer cuaderno de cien hojas, justo en aquel instante infinito antes de estrangular a la hermosa de Irene porque hacía mucho ruido. Irene, se parece tanto a Magdalena, con la diferencia de que ella es silenciosa, no grita, no se exalta, no hace bulla y espero que nunca, jamás, bajo ninguna circunstancia y por ninguna razón, lo haga.
María Dolores Cabrera.
Artículo publicado en la 5ta. edición de la Revista Digital Literaria Máquina Combinatoria. -
(Primera parte)
Gente tóxica. ¿Existe?
En los últimos años, se ha dado un nuevo calificativo que intenta definir a cierto tipo de ser humano, se trata de un adjetivo antes escuchado solamente para calificar a sustancias como venenos para insectos, ratas, plagas; productos para limpieza con contenidos tan fuertes y contaminantes que podrían intoxicarnos o dañarnos, perjudicando gravemente nuestra salud. Se trata del término TÓXICO que se ha usado también para elementos como drogas químicas, alucinógenos, estupefacientes, exceso de alcohol, etc., pero sorprendentemente, un buen día comenzamos a escuchar que existen “personas tóxicas”.
Según un popular diccionario de internet, el significado textual de tóxico es: “La toxicidad es la capacidad de alguna sustancia química de producir efectos perjudiciales sobre un ser vivo, al entrar en contacto con él. Tóxico es cualquier sustancia, artificial o natural, que posea toxicidad (es decir, cualquier sustancia que produzca un efecto dañino sobre los seres vivos al entrar en contacto con ellos)”
Al avanzar un poco en la lectura encuentro un subtítulo que dice: “Tipos de toxicidad” y al finalizar la descripción de estos, no encuentro que científicamente exista intoxicación por “personas tóxicas”. Pero en cambio, en comentarios populares de redes sociales, sin ninguna base que se sustente en algún estudio profesional, excepto porque está de moda, veo que incluso se habla y se escribe sobre libros, palabras y hasta animales tóxicos.
Revisando un poco el mundo de la literatura, encuentro historias, que identifico con el tema de este artículo, como la del libro de Doris Lessing, escritora británica, ganadora del premio nobel de literatura 2007, autora de obras como “El cuaderno dorado”, “Canta la hierba”, entre muchos más y también de la novela: “El Quinto hijo”, escrita en el año 1988, cuya trama nos habla sobre Harriet, la madre de un niño, su quinto hijo, al que llamaron Ben, y que desde el vientre materno fue agresivo. Nació demasiado grande, demasiado fuerte, obviamente tenía una enfermedad que, en el ámbito familiar y social, se consideraba peligroso para los otros niños, incluso para las mascotas y hasta para las visitas (lo que hoy en día sería la “persona tóxica” a la que habría que apartar). Todo el entorno que rodeaba a la madre, le aconsejaba que aleje a su hijo del medio “sano” en el que el resto de la familia y allegados se desenvolvían, y ella cedió. Internaron al niño en un ambiente nocivo que Harriet sabía que no iba a ayudarlo más de lo que haría su cariño y su paciencia y por lo tanto decidió recatarlo.
En mi opinión, no debemos popularizar, por gusto, términos de nuestro idioma que den paso a tergiversar definiciones concretas, de manera tan generalizada. Para clasificar o definir a alguien bajo un adjetivo que inevitablemente lo encasille, se debe saber de qué se está hablando exactamente. La persona a la que se determina como “tóxica”, ¿tiene ya un diagnóstico profesional? ¿Se sabe a fondo cuáles son las razones que la convirtieron en aquel tipo de persona? ¿Cuánta culpa tiene de haber llegado a ser lo que es? ¿Es realmente solo su responsabilidad o también de la sociedad? ¿De su familia, quizás? Y sobre todo, ¿qué tanta ayuda necesita de nosotros para salir de su circunstancia social y no ser expulsada del entorno, como se aconseja? ¿No es acaso fruto del mismo hábitat que ahora la está echando afuera?
Parece, que lo que hoy se llama “persona tóxica”, hubiera aparecido de pronto como un espécimen nuevo de ser humano. Sin embargo, personas con conflictos emocionales han habido siempre a lo largo de la historia. Me gustaría citar algunos casos; por ejemplo en del campo de la literatura, que es el que más conozco, existieron personajes literarios tan destacados e importantes como la conocida escritora británica Virginia Wolf, autora de varios libros como “La Señora Dalloway”, “El Cuarto de Jacob”, el libro de cuentos “La Casa encantada”, entre otros. Wolf, podía haber sido consideradas como típica “persona tóxica” por su compleja estructura emocional. Sin embargo, en aquella época no se hubiera entendido, a qué se refería la idea de una toxicidad humana. En su caso, a más de su problema depresivo, se dice que tenía un carácter difícil y un trato hostil sobre todo en las tiendas y dependencias de ventas, que incluía reclamos, enojos y exigencias sobre la calidad y la atención. Sabemos que su médico le recetó alejarse al campo donde se encontraría más tranquila y a gusto, por lo que su esposo aceptó llevarla, dejar su propio trabajo para acompañarla y cuidarla. No fue excluida por él; sin embargo, estuvo interna en una casa de reposo por tres meses como un intento para tratar de ayudarla.
Ayer, frente a mi acotación de querer escribir un artículo sobre esto, escuché el comentario de una persona, a la que considero una profesional muy preparada en la rama de la psicología clínica, quien me dijo: “Esos términos (refiriéndose a “personas tóxicas”) se generalizan cuando se quiere encontrar, con facilidad, culpables de los problemas para dar soluciones superficiales”, con lo que estoy completamente de acuerdo, y yo agregué: “Y además, hallar salidas cómodas para quien no se quiere involucrar”.
Otro caso que puede servir de ejemplo, es el de una destacadísima escritora, mucho más contemporánea, la argentina Alejandra Pizarnik, amiga cercana de Julio Cortázar, quien fue siempre su gran apoyo. Pizarnik en cambio, fue la autora de varios libros como “La Condesa Sangrienta”, “En esta noche, en este mundo”, “La extracción de la Piedra de la locura”, libros de poesía y más. Ella, también pudo haber sido encasillada como “persona tóxica” por su alteración emocional, pero en ese momento, no existía esta denominación. Su depresión, desencadenó con fuerza en 1972, cuando falleció su padre, por lo que fue ingresada en un Hospital Psiquiátrico de Buenos Aires. Pizarnik termina suicidándose a los 36 años de edad.
Más allá de que se haya dado paso a aceptar un término simbólico que ayude a comprender que hay seres humanos que puedan dañar emocionalmente a otros, está el siguiente cuestionamiento: ¿Qué es lo que hoy se considera como una “persona tóxica”? ¿Cómo se la describe?
Entre las respuestas que he obtenido, resultado de una pequeña encuesta, se afirma que la “persona tóxica” puede tener pocas o muchas de las siguientes características: Muy complicada. Manipuladora. Narcisista. Envidiosa. Vanidosa. Que lucha contra su propia neurosis. Que se aflige y se queja constantemente porque no se ubica, no se siente cómoda en ningún ambiente, que no encuentra respuestas frente a su realidad, que no es coherente, que está confundida, que es insegura, que aún no descubre qué es lo que realmente desea en un mundo que no le gusta, que critica constantemente. Una persona que siente resentimiento, que tiene crisis de ansiedad, que tiene pensamientos negativos e inclusive suicidas, depresión, tristeza crónica, desmotivación total, miedos, angustia, pesadillas, ataques de pánico, que explota como una bomba emanando elevados niveles de rabia y agresividad, que parece egoísta, que se siente crónicamente enferma por lo que se lamenta todo el tiempo, hipocondríaca y por lo tanto se victimiza, que no consigue sentir alegría frente a ninguna circunstancia positiva, que vive decepción y dolor porque se siente incomprendida y sola, necesita descargar con mucha frecuencia sus frustraciones, que aparenta el no desear “curarse” pues manifiesta rechazo (este aspecto, muy fácil de ser juzgado de manera liviana y superficial pues detrás de este síntoma hay, con seguridad, motivos inconscientes importantísimos y claves para su dolorosa situación). Que no es buena compañía para quien está dispuesto o dispuesta a divertirse, a bailar, a reír, a ver la vida color de rosa, es decir simplemente y en conclusión: Es una persona QUE SUFRE, y todo lo descrito en el párrafo anterior, se puede resumir a esto: Una “persona tóxica” es simplemente una persona RESENTIDA porque en algún momento le hicieron daño, fue herida de una o de otra forma.
En mis propios libros (cuentos, novelas), he construido, muchísimos veces, a personajes con alteraciones emocionales a los que, los lectores de hoy en día, podrían definirlos fácilmente como tóxicos. Voy a citar el cuento “Me hubiera gustado hablar contigo” del libro de cuentos de mi autoría: “De nuevo tus ojos” publicado en el año 2010, por Editorial El Conejo. Esta historia está ambientada en un hospital psiquiátrico, donde una paciente (Leonor), se sorprende por la llegada de otra (Mercedes), con la cual se identifica de inmediato y a la que además compadece por el abandono de su familia en aquel sanatorio... (continúa)
Gente tóxica. ¿Existe?
(Segunda parte)
(Continuación) ...Decide entonces ayudarla a morir para escapar de tanta incomprensión, decidiendo finalmente morir también con ella.
Algunas frases del cuento que definirían a Mercedes y a Leonor como “personas tóxicas”, a las que se decide recluir para evitar molestias y penosos trabajos familiares en vez de intentar cubrir sus enormes y numerosas carencias afectivas son:
“…Podría ser loca, de hecho todas quienes que estamos aquí parecemos serlo o lo somos ante los ojos de los demás y a veces nos convencemos a nosotras mismas de que es así. Locas. Todas nos volvimos locas en un punto trascendental de nuestra existencia, en el instante preciso en que en que nos venció con extrema fuerza, la maldita adversidad…”
“…Está inquieta y llora. Está desgarrando su bata blanca. Parece que le estorba. Está halando de su pelo y grita…”
“…Mercedes rasgó toda su bata. Puedo ver sus senos y parte de ese vientre donde debió haber engendrado a sus hijos.
“…Ella tiene mucha fuerza y lucha por soltarse…”
“…Traen una camilla y sujetan sus brazos con esas correas con las que tantas veces sujetaron los míos cuando yo gritaba igual. Gritaba por la gente que no quiso conocerme bien y me negó el amor que merecía. Por la soledad. Por todo aquello que quitaron de mis manos y de mi corazón, porque quise reclamar así, a gritos, mi derecho al afecto, mi derecho al abrazo, a la dicha de un detalle, a la compañía, a la amistad, al amor…”
“…Ya no quiero que Mercedes grite más…”
“…Recuerdo que yo también estoy loca….”
“…La locura me protege…”
“…tomo una jeringuilla. La lleno de una sustancia que conozco bien y la escondo bajo la manga del saco azul que llevo puesto sobre la bata blanca…”
“…inyecto en su brazo, por debajo de la sábana, la mitad de aquello que podrá ayudarla…”
“…Tus hijos vendrán mañana a recogerte y se sentirán muy mal por haberte abandonado…”
”…La otra mitad es para mí, ¿sabes?...”
“…Inyecté lo que faltaba en mi propio brazo y al rato caí al suelo…”
(Páginas 62, 67, 68 y 69 del libro de cuentos: De nuevo tus ojos. María Dolores Cabrera)
En redes sociales, artículos de internet, videos de youtube, se lee a menudo:
- “Cómo alejarse de inmediato de esa persona tóxica…” No se refiere a un asesino en serie, sino a la amiga que posiblemente causó una discusión entre dos hermanas porque tiene baja autoestima y se sintió rechazada pues sus padres siempre dieron preferencia a la otra hija.
- “Cómo reconocer a una persona tóxica para apartarla enseguida…” No se refiere al criminal que tiene un trastorno psiquiátrico profundo, sino a una esposa que es complicada y tiene crisis frecuentes de ansiedad manifestando sus celos o su inseguridad porque ya la han engañado muchas veces y tal vez lo ha vivido como una realidad familiar ancestral y tiene miedo.
- “Apártalo de tu casa lo más pronto posible…” No se refiere al violador que atacó la noche anterior en el barrio y luego mató a la niña, sino al sobrino adolescente que está confundido y es problemático y rebelde porque tal vez siente rencor hacia una sociedad (escuela, maestros, padres) que menosprecian su capacidad para aprender.
- “No permitas que el tóxico se acerque…” No se refiere al demente que empujó a las vías del tren a un niño, sino a al amigo que reaccionó mal ante una observación que parecía simple, porque desde niño fue física, psicológica o emocionalmente maltratado y agredido cuando se lo intentaba corregir y por un temor inconsciente pero latente, vive a la defensiva.
- “Te hace daño, te contagia, te arrastra, te hunde con ella. Huye…” No se refiere al loco alienado que se comió a un animal vivo frente a una cámara, sino a la vecina nada empática que se queja a gritos, que es negativa y tiene mal genio porque vive sola y no sabe cómo demostrar la frustración de abandono con la que vive.
Quizás estos ejemplos parezcan bastante drásticos o exagerados, pero los escojo así, para que nos sirvan de reflexión.
Me atrevería a decir que en más del 90% de los casos, en los que se usa comúnmente las palabras “persona tóxica”, no se está hablando de delincuentes, ni de asesinos en serie, ni de psicópatas; estamos hablando de personas que ya sufren bastante al no poder resolver su dolor, como para que la sociedad las ahuyente de una manera tajante y egoísta.
Las preguntas múltiples aquí son: ¿Y si la actitud frente a una “persona tóxica” cambiara y en vez de satanizarla o verla como a un ser maléfico, demoníaco y temerla igual que a un leproso al que hay que repeler o repudiar con crueldad y de antemano exigirle que lleve un cascabel atado al cuello para advertirnos del peligro de su cercanía, por el miedo que tenemos a que infecte nuestro sano y positivo ambiente de relajado vivir, sin contaminar ni robarnos nuestra excelente energía cósmica, hiciéramos algo por ayudar a disminuir sus niveles de “toxicidad”? ¿Y si en vez de apartarla, como nos aconsejan los defensores del auto positivismo, de la felicidad propia, utilizáramos ese empuje del que nos hablan tanto, ese ponerle muchas ganas y fuerza de voluntad, ese empoderamiento (palabra que también está de moda) para cooperar en hacer que esas “personas tóxicas” sean menos manipuladoras, haciéndolas sentir más sustanciales dentro de su círculo, que tal vez es nuestro mismo círculo? Menos neuróticas, haciéndolas sentir necesitadas. Menos egoístas, resaltando algunos de sus valores, que de seguro los tienen, para que así dejen de sentirse inferiores. Menos ansiosas, destacando alguna de sus capacidades para que sean más seguras. Menos poca cosa y más irreemplazables para alguna actividad concreta que saque a flote algún talento que aún no descubren. Menos menospreciadas y más estimadas por la sociedad.
Podría alargarme con la lista, pero prefiero terminar este párrafo diciendo, si todo esto no fuera realmente posible, no habría la vocación del psicólogo o del psiquiatra, cuya principal función es disminuir culpabilidades. No existiría la disposición del que cuida con acogida emocional a los pacientes en hospitales para tratar depresión, bipolaridad, ansiedad, etc. No habría madres que, con solo demostraciones de apoyo, de incondicionalidad y de amor, elevan la autoestima de sus hijos, sacan adelante a adolescentes conflictivos, drogadictos o que incluso empiezan a delinquir; si todo esto, digo, no fuera posible, todos nos contagiaríamos de toxicidades y punto. Claro que podemos ayudar en vez de repeler para salvarnos a nosotros mismos. Rechazar y repudiar o aconsejar hacerlo, es más ruin que cualquier otra cosa.
Se podrá disminuir la “toxicidad de un ser humano” cuando prevalezca la paciencia, la tolerancia hacia su negación, hacia su rechazo a ser ayudado por su falta de confianza; el cariño, la constancia y finalmente cuando se sienta un poco más apoyado, incluido, importante para alguien más.
Para concluir, hagámonos esta pregunta y respondamos con sinceridad: ¿No podríamos todos, en algún momento, haber sido o incluso ser ahora mismo, un poco o muy tóxicos para los demás?
María Dolores Cabrera.
Pequeño fragmento de la novela PINCELADAS (Bosquejo de un trastorno)
"...La odiaba. Transcurrido un tiempo después de haber comenzado mi batalla, la sentí debilitarse. Parecía más tranquila, menos agresiva, más calmada pero se fue acostumbrando a la arremetida de medicamentos, se armó de valentía y puso su cuerpo para enfrentarlos. Lo logró. Ya no la podía hacer daño, entonces me di por vencida y quise morir..."
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Querida Lolita felicitaciones la página está lindícima y muy didáctica. Un fuerte abrazo